Tengo más de 60 años. Mi cuerpo, este cuerpo mío, lleva conmigo toda una vida, pero cada vez que lo miro en el espejo recuerdo su silencio. Llevo años viendo el escaso interés de mi marido por mí. Años preguntándole:
—¿No quieres saber nada de mí porque estoy gorda?
Y siempre, la misma respuesta: el silencio.
Un silencio que no es calma, sino vacío. Después de mucho insistirle, me abrazaba, casi como quien concede un favor, pero nunca de manera espontánea. Así hemos vivido los últimos años: yo deseando un beso, un abrazo, una caricia suave que no tuviera que mendigar. Él, simplemente, existiendo a mi lado, cumpliendo con su rol en silencio, sin emoción.
No puedo separarme por motivos económicos. Y es duro admitirlo. No me avergüenza contarlo, me avergüenza vivirlo, pero es la realidad: estoy atrapada, y cada día busco en mi mente pequeños consuelos que no terminan de calmar este vacío.
Esta semana descubrí algo que me desgarró un poco más: compartió un meme burlándose del sobrepeso de un conocido. Sentí un golpe frío en el pecho. Me enfadé, me dolió, me enfureció. Ahora lo sé con certeza: le repugna mi persona. Se lo dije. ¿Y su respuesta?
—Yo no lo he escrito, solo lo he compartido.
Como si compartir no fuera lo mismo. Como si uno compartiera algo en lo que no cree.
Me trata bien, eso no lo niego. Me habla, me ayuda si se lo pido. Pero me falta un beso sin pedirlo, un abrazo que nazca de él, un gesto que me haga sentir amada, no tolerada.
Cada noche, cuando me acuesto a su lado, siento su respiración tranquila. Me pregunto si alguna vez se preguntará cómo me siento yo, aquí, en este cuerpo que no sabe ser invisible, pero que él insiste en no mirar.