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  • Mi madre: Experta en anteponer a todos antes que a sus hijos.
    M MarLaw92

    Desde pequeño, mi familia ha sido un conjunto de fantasmas afectivos, mis padres han sido una figura ausente la mayoria de mi vida, y cuando digo ausente es que mi infancia, salvo por unos grandes amigos que aun conservo, es un recuerdo de soledad, y aun arrastro "taras" porque prácticamente me he educado solo, y podia vivir con ello, sin embargo, mi madre ha empezado a ser un verdadero problema.
    El problema empezó cuando me hice adulto. Los “fantasmas afectivos” se convirtieron en inspectores de mi vida: cada cosa que hacía era criticable, con quién salía, con quién me acostaba, si trabajaba mucho o poco, si estudiaba demasiado o nada, si salía o me quedaba en casa… cualquier decisión era un error. Y mis relaciones, ni hablar: ninguna valía, todas tenían “pero”, y podía ser cualquier cosa, desde algo tan irrisorio como el color con el que se teñía una el pelo, a la profesión de riesgo de otra… Y siempre, con críticas, a veces delante de ellas, pero como si no estuvieran.
    Y finalmente, “la joya de la corona”, alias mi madre: la campeona olímpica en anteponer a cualquiera antes que a su propio hijo. Algo que hizo toda su vida y que, para mi desgracia, terminé normalizando… hasta que la cosa pasó de castaño a oscuro. Cometí el error de trabajar con ella unos para cubrir la baja de la hija de su socio por embarazo (algo que entre una cosa y otra se convirtió en tres años), trabajando fines de semana y festivos, lo único que podía compaginar con mi trabajo habitual y mis estudios.
    Su socio, claro, no me hizo contrato; y cada vez que tenía que atender alguna de mis responsabilidades, sobre todo en lo que respecta a mis estudios, todo eran problemas. Llegué a no presentarme a exámenes que llevaba meses preparando “porque nos viene mal”, a pesar de que se suponía que habíamos acordado que mis estudios eran prioritarios.
    La hija del socio volvió, y yo me quedé los fines de semana porque el sobresueldo me venía bien. Por aquel entonces ya había empezado un nuevo trabajo donde, ironías de la vida, me ponían las cosas mucho más fáciles. El caso es que la hija del socio, que de entrada solo trabajaba fines de semana, un dia, soltó la bomba: era el último examen que me quedaba, y suspender significaba volver a pagar matrícula, así que la discusión subió de tono, ella, con toda la naturalidad del mundo, dijo: “no veo el problema en que vaya, si cuando yo tenía exámenes me los dabais…”
    Y entonces se me ocurrió preguntar: “Oye… ¿tú tienes contrato?” Pues sí, tenía contrato, y cobraba lo mismo que yo. Discutí como pocas veces, y mi madre me reconoció que su socio no quería hacerme contrato porque salía más caro (a pesar de que el negocio iba de maravilla) y que prefería no discutir con él. Supongo que discutir conmigo le parecía mejor plan.
    Y lo que más me dolió fue lo de siempre: mi madre, teniendo incluso la mayoría en la sociedad, decidió no priorizarme. Así que me planté, me fui a mi examen, y después decidí que iba a cogerme unas vacaciones (en mi otro trabajo no tuvieron problema en concedérmelas, curioso). Y que, a la vuelta, si no había contrato, tomaría las medidas que considerase oportunas.
    Mientras tanto, mi novia hacía la residencia en la otra punta del país y cada vez que subía a verme “casualmente” tenía que currar fuera de horario. Resultado: mi novia perdiendo pasta en vuelos y hoteles que nunca disfrutó, mientras mi madre sacaba matrícula de honor en sabotear relaciones. De repente, cualquier ex mío era un ser de luz a sus ojos, coherencia: cero. Esa semana volví con energía, y al llegar me encuentro el contrato… y sorpresa, bajada de sueldo “porque ahora cotizas”, incluso me descontaban hasta el tiempo para comer, mientras su hija seguía cobrando igual, sin descuentos sorpresa.

    Ese fue mi punto de no retorno. Hablé con mi novia y decidimos mudarnos juntos, organicé todo, avisé a mi jefe con tiempo, a mi madre con dos semanas, y de paso le dije que me iba de casa. Por supuesto, montó el numerito: “que si era cosa de mi novia, que si me malmetía, que si podía quedarme dos turnos más”… clasicazo. Con el tiempo, mi relación con mi padre ha mejorado, pero mi madre, “la insultadora oficial”, entró en terreno de ofensa directa: cada discusión acababa con perlas tipo “¿Ya me vas a soltar al perro?” (perro = mi novia), porque ella no se calla y defiende lo suyo, mientras yo intento mantener la distancia, algún café o comida familiar siempre con la ansiedad de ver qué espectáculo monta.

    Y ahora lo gordo: hemos hablado de casarnos y yo tengo auténtico pavor, miedo a drama, espectáculo, vergüenza ajena… Mi novia preferiría no invitar a mi madre, y yo no me veo capaz de enfrentarme a mi familia después de que mi madre les cuente su versión; no quiero reproches ni conversaciones incómodas con familiares que intentarán convencerme por el drama que haya montado mi madre, pero quiero que se comporte… y lo veo casi imposible: comentarios sobre hijos, si mimamos demasiado a la perra (sí, la reconozco, la mimo), diferencias salariales… cualquiera de estas excusas puede desatar la catástrofe, y con mis suegros (que se han portado infinitamente mejor) y mis amigos, que se enfrentan a cualquiera por defenderte… la mezcla es perfecta para un desastre monumental.

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