Follamigos si, pero no a cualquier precio
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Voy a compartir mi experiencia con una persona con la que mantuve una relación de tipo íntimo un follamigo, sin compromiso. Él es un hombre del norte, concretamente de Bilbao. Utilizo la palabra ‘señor’ no por su edad —que ronda los 56 o 57 años—, sino por sus formas y presencia. Lo cierto es que se conserva bien y aparenta algo menos, quizás 53 o 54 años.
Se trata de un hombre correcto, caballeroso, elegante. Del tipo que acude a recogerte vestido con un traje azul impecable, camisa blanca con sus iniciales —I.M.L.— bordadas, corbata perfectamente anudada y gemelos en los puños. Su aspecto recuerda al de un banquero clásico.
Es un auténtico dandi, de los que ya no abundan. De esos que hacen que te sientas cómoda y bien acompañada en todo momento. Al menos hasta que se cruza el umbral de la habitación de hotel. En ese espacio más íntimo, su actitud cambia: se mueve con cautela, con respeto, asegurándose de que estés cómoda en todo momento.
Cuando la intimidad avanza, comienza de forma suave, manteniendo siempre el control de la situación y atento a que el momento sea placentero para ambas partes. A medida que percibe confianza y comodidad, incrementa progresivamente la intensidad. Es entonces cuando el caballero deja paso a una faceta mucho más instintiva y pasional. El sexo se vuelve salvaje; es evidente que ahí es donde realmente se siente cómodo y disfruta, aunque nunca sin antes haber leído bien el terreno.
En el trato cotidiano, sigue siendo ese caballero que, por momentos, parece hecho para algo más que una relación esporádica. Pero conviene no olvidar la naturaleza del vínculo: si te gusta demasiado, es mejor disimularlo. Porque si te involucras emocionalmente, probablemente desaparezca. En estos casos, conviene fingir que no te gusta, que solo es sexo. Salvaje, sí, pero solo sexo.
La segunda vez no fue muy diferente en las formas. Mismo trato caballeroso, mismas atenciones. Volvió a recogerme con la misma elegancia, como si no tuviera más trajes: el mismo azul impecable, la misma camisa blanca con iniciales bordadas, los mismos gemelos. Solo cambiaba la corbata, esta vez con un tartán escocés, impecable, claramente de buena calidad.El coche, sin embargo, dejaba ver el paso del tiempo. Uno de esos modelos que, hace diez o quince años, habría sido considerado un auténtico cochazo. Hoy, sin embargo, luce desactualizado y viejo.
En el trato, todo seguía igual: correcto, educado, pendiente de cada detalle, haciéndome sentir en todo momento como una reina. Pero al cruzar la puerta del hotel, todo volvía a cambiar. La transformación era inmediata. Me llevó hacia la pared de la habitación, me colocó de espaldas, impidiéndome girarme al presionar su cuerpo contra el mío. Estaba inmovilizada entre él y la pared, envuelta en su aroma impecable a Terre d’Hermès.
Y en cuestión de segundos, dejé de ser reina para convertirme en una mujer totalmente sometida a su deseo. Una auténtica puta. El giro era drástico, sin espacio para lo tibio. Era sexo duro, intenso, sin filtros.
En ese momento, no pude evitar pensar en su mujer. Empecé a sospechar que su aparente consentimiento tal vez no respondía a una mentalidad abierta, sino a un rechazo a ese tipo de práctica sexual. Quizás, simplemente, ella no desea ni tolera esa parte de él, y por eso sabe —y permite— que busque fuera lo que no encuentra en casa. Una forma silenciosa de gestionar necesidades.
He repetido algunas veces más, aunque no creo que vuelva a suceder, ni por su parte ni por la mía. En él se percibe una necesidad constante, una especie de hambre de más. Y soy consciente de que, si sigo viéndolo, existe una alta probabilidad de que acabe enganchada.No por el sexo en sí, que en realidad no es lo que más me atrae —su intensidad no termina de encajar del todo conmigo—, sino por algo más sutil y profundo: su forma de tratar, de cuidar los detalles, de prestar atención. Esa dedicación que muchas mujeres valoramos y que, a menudo, confundimos con algo más. Con posibilidad. Con promesa.
Él es de ese tipo de hombres que te hace sentir especial, como si todo girara a tu alrededor, y eso —por sí solo— ya resulta adictivo. Pero también sé, con total certeza, que con él no hay futuro. No hay posibilidad de construir algo más allá de encuentros esporádicos. Además, su comportamiento mujeriego es evidente, casi excesivo. Por eso, y aunque me cueste, renuncio a él. Con pena, sí, pero también con claridad.
Sé que probablemente ningún otro hombre, pareja o follamigo me va a hacer sentir lo que él me ha hecho sentir. Esa mezcla de cuidado exquisito y deseo sin medida.
Esa ha sido mi experiencia con el hombre del norte. Para que luego digan que no son buenos amantes. Extraños, sí. Pero inolvidables.
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Sinceramente guapa, lo que te pasa nos pasa a muchas, señores como el que describes, te diria que yo he estado si no es con el, es con uno que se parece mucho a lo que describes, siempre todo son buenas maneras, mientras no quieras algo más, al final solo van a lo que van, si a estas alturas como mujeres no somos capaces de identificar eso, mejor no entres en estos juegos o puedes salir muy mal paradas, todos quieren lo que no tienen en casa, a veces es cariño, a veces es hablar, pero siempre siempre es sexo, y aun cuando tienen sexo en casa quieren un tipo de sexo que en su casa no estan dispuestas a dar.
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Me encanta. Además redactas superbien!
Me parece muy sensato dejarlo a tiempo, pensando en ti y en el futuro.